Manuela Juana es terapista ocupacional y hoy comparte un caso que atesora: la historia de una niña con avances, tropezones y crecimiento de toda la familia. Enterate de cómo lo llevó adelante y qué le dejó.
En Terapia Ocupacional en consultorio, el camino terapéutico que se recorre no es lineal ni siempre hacia adelante. A veces resulta, como jugaba con mi papá cuando era chica, un gran “María La Paz: un paso adelante, dos pasos atrás”.
Algo de esto me pasó cuando conocí a E. Su papá y su mamá llegaron a mi consultorio con un gran desafío: “Tiene 3 años y todavía no dejó los pañales”. Esa era solo la punta del iceberg.
En la entrevista inicial, me quedó claro que estaban preocupados por “no saber qué le pasa a E”. Remarcaron que le molestaban los ruidos como el de la licuadora, la moto o cuando alguien entraba a su casa. También sugirieron que era detallista y necesitaba cambiarse rápidamente. Argumentaron que era muy complejo cambiarle sus pañales porque “llora y dice que le duele”. Estas eran interferencias en su desempeño ocupacional. Constituían limitaciones en su participación. Y por eso eran desafíos que, como terapista ocupacional, podía dedicarme a trabajar.
Mi primer encuentro con E
La evaluación presencial con E no fue tan fácil como esperaba. Me acuerdo de que bajó del auto despeinada, con una calza de estrellas (la única que toleraba según me habían adelantado su mamá y su papá), una mochila con libros en la espalda y la mirada siempre hacia abajo. No quiso ni siquiera chocarme la mano a modo de saludo. Estaba prendida a su mamá como una garrapata.
Noté que estaba casi al borde de las lágrimas, así que apelé a mi sentido común y le conté quién era yo, dónde estaba y que no íbamos a hacer nada que ella no quisiera o con lo que no estuviera de acuerdo. También me aseguré de hacerle saber que no la iba a tocar si ella no me dejaba. Y, entre señas, le dije a su mamá que yo la iba a evaluar a través de ella, que iba a ser un instrumento para que yo pudiera observar y analizar algunas conductas de su hija.
No fue una evaluación tradicional. Nuestro sistema de salud es deficitario y muchas de estas evaluaciones se cobran en forma privada, por lo que el tiempo apremia y es importante entrenar nuestro ojo clínico y saber elegir qué evaluar y qué no, para no malgastar los recursos que tenemos.
Me vi obligada entonces a evaluar su sistema neuromuscular, musculoesquelético, sus sistemas sensoriales, las habilidades manipulativas, la funcionalidad de sus miembros superiores, sus reacciones de equilibrio y defensa, su coordinación motora gruesa y fina, sus habilidades de percepción visual, sus funciones ejecutivas, su desempeño en AVD y su juego. Todo a través de su mamá. Sentada a dos metros de distancia, le fui diciendo qué ver y qué decir, cómo tocarla y moverla.
Ese mismo día, reuní todas mis anotaciones junto con las evaluaciones no estandarizadas (Sensibilidad, Historia Sensorial, Cuestionarios de independencia en AVD, Dibujo de la Figura Humana, Observaciones Clínicas de Integración Sensorial) y scorié las evaluaciones estandarizadas que había administrado, como la Escala de Juego y Perfil Sensorial II. Fue una evaluación completa de Terapia Ocupacional, porque antes que dedicarme a hacer Integración Sensorial, soy TO.
En este caso, además sabía que los desafíos de E podían tener que ver con un déficit en el procesamiento sensorial. Pasé muchas horas sentada con toda la información repartida en la mesa del comedor para llegar a sus entrañas.
La devolución
Aunque en todas las evaluaciones como profesional sé que mis conclusiones pueden estar erradas o empañadas por la observación de ese día en particular, llegué a la idea de que E tenía un desorden de modulación sensorial con patrones de evitación y un perfil que solía tener conductas de control para mantener los estímulos alejados. Por eso el día de la devolución, me dediqué a explicarles a su mamá y su papá en qué consistía el procesamiento sensorial y qué era lo que le pasaba a E: cómo interfería su sensorialidad en su día a día. También hablamos mucho de la diferencia entre una crisis sensorial y una emocional, para no caer en la gran trampa de justificar todo desde lo sensorial.
No me olvido más. Conforme avanzaba la devolución, veía que la mamá y el papá se iban hundiendo en el sillón mientras se miraban y asentían. Cuando terminé, el papá me contó que de chico era igual, pero que nunca nadie lo había mirado desde esta óptica. Se sentía como E, pero con menos respuestas.
Me contó también que hoy en día le cuesta ponerse camisas para los casamientos, que no puede entrar a los shoppings y que suele despertarse a la noche escuchando los ruidos de la casa y de la calle.
Mi propuesta fue que hicieran tratamiento para poder entender a su hija y ayudarla con herramientas distintas a las que venían usando. Y para que, sobre todo, pudieran disfrutar de ella y de todas sus fortalezas.
Los primeros pasos
Decidimos iniciar el proceso terapéutico con un esquema mixto: una sesión semanal con E y una reunión con su papá y su mamá cada 20 días, para ir monitoreando cómo la veían y si los cambios en la diaria eran sustanciales o no. Creo que fue una maniobra que sugerí también para ponerme a prueba a mí misma, para obligarme a acompañar a esta familia con la urgencia que el cansancio que sentían ameritaba.
Las primeras sesiones fueron parecidas a la evaluación, a diferencia de que su papá entraba con ella. Viajaban durante un poco más de 1 hora para venir a verme tan sólo 45 minutos. Un gesto de amor y entrega que guardo en mi caja de tesoros.
Al principio, yo jugaba desde lejos y proponía una exposición muy gradual a los distintos estímulos sensoriales: una hamaca grande que se movía solamente hacia adelante y atrás, un juego por turnos con poca información visual, tocar el pelo de una muñeca o bucear entre bolitas de gel y agua solamente con las manos y sin arremangarse la remera. También hicimos muchos trabajos de regulación con la boca.
Mis intervenciones como TO fueron de lo más variadas, alejadas de una receta de libro y aplicando la teoría propia de mi ciencia que, entiendo, fue lo que empezó a marcar la diferencia. También armamos con E su propia cajita sensorial para llevarse a casa y que su familia pudiera empezar a distinguir cuándo ofrecérsela para evitar una sobrecarga sensorial.
Al poco tiempo, un día le propuse a E ponerse una corona de reina. Aceptó. Le pregunté si quería que le sacara una foto alegando que no tenía espejo (aunque en otro cuarto sí tenía). Me respondió que sí y los ojos de su papá se pusieron vidriosos. “Es la primera vez que se deja sacar una foto”, dijo y me contó que nunca habían podido hacer la famosa foto familiar y que eso los angustiaba mucho.
Pequeños grandes logros
Unas semanas más tarde, E empezó a quedarse en el consultorio sola. Todavía necesitaba que su papá la anticipara, la subiera a upa hasta la puerta y le explicara que él se quedaba abajo esperándola. Durante un tiempo, E lloraba un rato adentro del consultorio hasta que le propuse usar un temporizador para que pudiera ver y tener el control del tiempo que faltaba para irse.
En esas sesiones, empezamos a trabajar una de sus ocupaciones de la vida diaria: tolerar bañarse todos los días. Ese era un gran desafío para E. Así que usamos algunas estrategias cognitivo-conductuales y otras tantas sensoriales para preparar su cuerpo y adaptar el espacio del baño a fin de que no resultara tan desafiante. Cambiamos la bañadera grande por una más chica, la llenamos con más agua y, mientras se cargaba, E permanecía lejos. Usamos juguetes, modificamos la manera de secar su cuerpo e incluso, durante un tiempo, su papá se metió con ella en traje de baño para darle tacto compresivo.
En una de nuestras reuniones, nos dimos cuenta de que E se estaba bañando todos los días sin quejarse y que había llegado incluso a disfrutar de ese momento. También notamos que empezaba a dejarse peinar y era capaz de elegir si quería vincha, dos colitas o trenza.
Les propuse empezar a vincular a E con Male, mi socia TO, y la niña con la que ella trabajaba que tenía un perfil diametralmente opuesto y con quien podía beneficiarse. Al principio hubo una resistencia por parte de E, pero algunas sesiones más tarde empezó a entrar preguntando por ella. Incluso un día pudimos disfrazarnos con una tela áspera y rugosa tocando su piel y pudimos llenarnos de tatuajes que se salían solamente después de unos días. Así, lo permanente se empezó a convertir en impermanente para E. Y eso le dio muchas posibilidades de independencia en su participación social.
Desafíos para la familia
Una tarde, me la encontré a E por casualidad en un casamiento. La vi con el mismo vestido de cortejo que todas sus primas (tema sobre el que habíamos estado trabajando porque era una costumbre familiar que tenía cierto peso) bailando entre la gente. Y me alegré inmensamente porque afirmé cómo la Terapia Ocupacional cambia vidas.
En las reuniones con su mamá y su papá, habíamos estado trabajando mucho sobre cómo comunicar estos desafíos a la familia y a los amigos, de qué manera diferenciarlos de los berrinches y los caprichos, cómo explicar que había una dificultad de base que no dependía únicamente de la crianza o de la voluntad, e inclusive cómo lidiar entre ellos con estos desafíos, relacionarse individualmente con E y establecer los límites para que el lenguaje fuera común.
Cuando en uno de estos encuentros, a los cuatro meses de haber empezado, pusimos sobre la mesa el tema de los pañales su papá dijo: “No puedo imaginarme el día que los deje. Lo pienso y quiero llorar de la emoción. Va a ser el día más feliz de mi vida”.
Empezamos un abordaje muy sinérgico entre el consultorio y casa. Usamos una infinidad de estrategias porque yo sabía que E estaba preparada, pero necesitaba que adaptáramos una vez más su contexto para lograr el paso. Parece fácil y escribirlo suena a que agitamos la varita de Harry Potter, pero en realidad fueron días muy difíciles para su familia, intentando vencer una resistencia y probar algo nuevo. Y otra vez la ciencia se puso al servicio.
En tres semanas, E estaba usando bombacha y era capaz de ir al baño en la casa de sus tíos en forma independiente. Así fue como la dificultad “inicial” por la que su familia había consultado, había quedado resuelta. Sin embargo, tanto ellos como yo habíamos empezado a ver cómo salían a la superficie otras dificultades que entorpecían su día a día y los llenaban de angustia y desesperanza.
Tiempo de balances
Llegó fin de año e hicimos un pequeño balance: qué había logrado E en 6 meses y qué aspectos podíamos seguir trabajando. La lista fue larga y tuvo la premisa de que “antes E no podía hacerlo y ahora puede”. En lugar de ser la lista de los deseos, fue la lista de los límites vencidos.
También anotamos nuevos desafíos, la selectividad alimentaria fue uno de ellos. Y hablamos un poco de que los procesos terapéuticos son como una gran escalada en la que vamos subiendo y conquistando picos. Detrás de esas victorias aparecen nuevas cumbres nevadas que al principio nos dan vértigo, pero que siempre tienen un premio arriba. Hasta que un día no hay más cimas y uno puede entregarse finalmente a la pulseada ganada. Lo importante es no perder de vista que cada uno escala a su propio ritmo.
El caso de E es mi gran tesoro. No por los resultados, sino por el proceso. Porque me enamoré de la forma en la que su familia se comprometió con el tratamiento y con la causa de querer ayudarla a que sea más feliz. Y porque en el camino me enseñaron que se avanza tropiezo a tropiezo. Y que quizás el juego de la vida es, una vez más, como el de María La Paz.
Manuela Juana
Lic. en Terapia Ocupacional (UNSAM)
manuelajuanaesteva@gmail.com / IG @sombrerosyboas