El Día del Hermano nació para rendir homenaje a la Madre Teresa de Calcuta, una monja católica de origen albanés, naturalizada india, que dedicó casi medio siglo de su vida al cuidado de pobres, enfermos y necesitados. Por tal motivo, la fecha elegida por la mayoría de países para la celebración es el 5 de septiembre, recordando el deceso de la misionera en 1997. En Argentina, no obstante, se fijó el 4 de marzo. Desde Zona de Sentidos aprovechamos la oportunidad para conocer el testimonio de Abigail Gutesman, que se animó a contar su historia de vida y la de su hermano Matías, a quien no se le terminó de cerrar el cuerpo calloso y eso le generó discapacidad motriz, en el habla y retraso mental, entre otras cosas.
Matías tiene 26 años y una gran sonrisa. Al momento de su nacimiento nadie supo que tenía alguna complicación. Fue su abuela, que estudió psicología de grande, quien insistió en que al chico le pasaba algo. Aunque para el resto no fuera así. A los cinco meses le hicieron un estudio y se confirmó el cuadro de agenesia del cuerpo calloso: la falta de formación de esa región cerebral, producto de una alteración en el desarrollo embrionario, que le ocasionó fallas en las fibras interhemisféricas cerebrales.
“Cuando era chica sabía que pasaba algo. Me dijeron que tenía un retraso mental. Pero al crecer, me fui dando cuenta que eso no era porque, en ese caso, tendría que haber adquirido las habilidades con el paso del tiempo y eso no pasó”, recuerda Abi, que en ese momento no indagó mucho qué era lo que tenía su hermano. “Eso recién ocurrió cuando empecé a estudiar el profesorado de educación especial, donde comencé a preguntarme los motivos por los que no podía realizar determinadas cosas”, agregó.
“Lo que pasó fue que cuando mi mamá estaba embarazada, en un momento se paró el desarrollo del embarazo y nadie se dio cuenta. Luego siguió normalmente. Eso habría generado la discapacidad”, contó. Matías está en silla de ruedas, si bien puede caminar poco y cada vez menos por el peso. Prácticamente no habla, sólo lo hace con algunas palabras. Disfruta mucho ver videos y fotos familiares, escuchar música, dibujar (aunque lo haga cuando está acompañado) y también pasear en auto.
“La discapacidad fue quedando de costado. Dejé de verla, de pensar en la silla de ruedas. Es una persona más. A mí no me parecía raro, me parecía normal que fuera así. Tal vez era extraño, al principio, cuando venían amigas a mi casa y mi hermano estaba gateando cuando tenía un cuerpo de un chico más grande. Me angustiaba pensar que sufría, que le dolían las piernas, que no lo entendíamos, que no podíamos hacer una vida de familia normal de poder irnos de vacaciones a cualquier lado y, en ciertos momentos, deseaba que no tuviera nada”, describió esta valiente hermana.
Cuando Matías fue creciendo se fue acomodando mejor a sus posibilidades. Lo ayudó mucho, según plantea Abi, asistir a Hamakom Sheli (primera escuela hebrea para niños y jóvenes con necesidades educativas especiales). Fue cambiando y su entorno familiar también aprendió a convivir con situaciones difíciles. “Toda nuestra vida hubo charlas familiares. Mis papás tuvieron que resignar muchas cosas. Y nosotros, en ciertos momentos, también. De chica tenía un baile en el club. Lloraba mucho porque quería ir, pero mis papás me pidieron que me quede cuidando a mi hermano. Ahora entiendo que eran situaciones límites. Todos nos adaptamos y tratamos de ayudar, de la forma que fuera”, describió.
Matías siempre tiene que estar acompañado. Hay que cuidarlo, cambiarlo, bañarlo. Cada vez se torna más complejo porque ya no se trata de un chico, sino de un hombre, que está más grande y pesa más. Sus papás también están más grandes y a ellos también les cuesta más. “Por algo el ciclo de la vida marca que los hijos son dependientes de sus padres durante un tiempo, después son más independientes y de grande las cosas las van haciendo solos. Él nunca se va a independizar. Es una dependencia constante del adulto que hay que sostener”, reflexionó.
Matías asiste al neurólogo, de chico hizo natación y otras terapias. En el colegio, al que concurre hasta las 16:30, tiene psicomotricidad, fonoaudióloga, entre otros tratamientos. También cuenta con un masajista para sus piernas una vez por semana. En el último tiempo comenzó con un acompañante terapéutico que lo va a buscar al colegio dos veces por semana y lo lleva al shopping a tomar un helado y pasear. “Él es feliz con lo que hace, siempre está contento”, opinó su hermana.
Abigail no hizo terapia de chica. Pero cuando en el colegio algún tutor le consultaba, o mismo en la secundaria cuando se intentaba abordar el caso, ella lloraba desconsolada. No podía, como sí puede ahora, hablar de la situación de su hermano. La terapia que comenzó de grande fue la que la ayudó en este proceso, así como para irse de la casa familiar, algo que había postergado ya que sentía que sus papás la necesitaban.
“En nuestro caso cada hermano cumplió un rol distinto. Mi hermano Ezequiel no se ocupaba del aseo personal. Yo he ayudado a bañarlo y a cortarle las uñas. Pienso que yo cumplo más un rol de hermana-mamá y mi hermano es más hermano-hermano. Comparte algunos momentos, si lo tiene que cuidar no tiene problemas. Quizás yo me hago cargo de muchas cosas que tal vez no me corresponden. Tengo mucha paciencia y mi hermano me hace caso. Mi mamá le dice que se vaya a lavar los dientes él no le hace caso, en cambio yo le digo ´ni se te ocurra lavarte con mi pasta´ y él se limpia a propósito para molestarme. Encuentro una forma lúdica de que haga lo que necesita para que él lo acepte”, mencionó, además de recomendar que cuando a alguien se le acabe la paciencia pida la ayuda que haga falta a otro para no tener que enojarse.
Tanto en su caso, como en el de su hermano, que estudió Ciencias de la Computación, pudieron continuar con su desarrollo profesional, así como formar parejas y seguir adelante con sus intereses. Con lo cual, a pesar de los esfuerzos, no resignaron su vocación ni sus pasiones. “Mi mamá y mi papá sí resignaron muchas cosas”, puntualizó. Abi, tal como planteó, actuó siempre desde el afecto por su hermano y para alivianarles la tarea a sus padres. Pero nunca lo sintió como obligación.
“Si bien todas las familias son distintas, me parece que lo ideal es que cada integrante de la familia pueda tramitar la discapacidad. Que cada uno ayude en lo que pueda, en lo que le guste o en lo que piden las necesidades. Y cuando lo amerite contratar a las personas que hagan falta para colaborar. Las obras sociales, a veces con mucho esfuerzo, cubren las necesidades. Ya sea con acompañantes terapéuticos, maestras integradoras, o los distintos tratamientos que se necesiten. Así, lo que uno comparte con su hermano puede ser más que nada disfrutar. Compartir la vida diaria. Pero que no sea un peso por las obligaciones que hay que cumplir”, concluyó.